martes, 20 de mayo de 2014

Capitulo VI

El “ya no quiero a Auckland” se transformó repentinamente en un enorme y temible “Odio Auckland”. Creo que lo que hizo que explotara ese odio, bueno, cuasi-rechazo, fue el hecho de que de repente invadiera un frío que te penetra las venas. 
Se dice por ahí que el clima acá es sumamente similar al clima en mi ciudad. Sí, a ver, queridos, perdón pero en mi ciudad no es común que el frío invada bruscamente obligando a tu mente a pensar en invierno, en ráfagas y en grises. 

Me sentí ofendida por Auckland. Me sentí más bien traicionada.
Nadie aviso pero, así y todo: el frío llegó. 


***

Ay…definitivamente hay situaciones que nunca creí que me emocionarían tanto. La sensación de entrar al almacén árabe de la calle Hobson y ver yerba ahí, reposando en la góndola, es totalmente placentera. Me quedé mirando la variedad que había; comparé los precios entre todas…Había cuatro marcas distintas para elegir y las cuatro costaban lo mismo. Tomé un paquete y compré también una samosa vegetariana que, recalentada en el microondas al llegar al hostel, dejo mucho que desear.


Pero después de todo, tenía mi yerba…


***


Yo no sé si a alguno le pasara. Realmente considero que a pesar de los billones de personas que habitan este mundo, hay pensamientos que uno no comparte con nadie. A veces me gustaría saber cuántas personas piensan las mismas cosas que yo -si es que las hay, claro-. Y, por favor, en el caso de que encuentren a esas personas: no, no las quiero conocer. Sólo me gustaría saber si están cuerdas, si tienen desequilibrios mentales o si están en rehabilitación en algún centro lejos de la ciudad.
La cuestión que asaltaba mi mente mientras mi cuerpo reposaba bajo el rayo del sol en la playa era la siguiente: siento que de alguna forma recargo energías mediante el sol. Sí, como si yo funcionase a energía solar. Y el ambiente que me es necesario para ser capaz de absorber esa energía es la playa y sus elementos: la arena, el mar, los sonidos, los contrastes…

Realmente si no es por eso, no sé a qué se debe mi adicción a la playa.


***

En el hostel tengo un casillero con mi comida. El casillero me costó horrores conseguirlo ya que nunca jamás uno se desocupaba.  Aquella vez en que C –chileno- vino a visitarme de sorpresa, se alojó en este mismo hostel y una vez en el comedor descubrí que él tenía un casillero. Sí, sólo estuvo un día y ya tenía un casillero. Honestamente no sólo espere a que se vaya porque mi paz mental no soportaba más el peso de un hombre a cuestas, sino que también porque quería su casillero. 

Sí, así fue como lo obtuve. Acomodé mis cosas incluso antes de que él se fuera evitando así que otro lo tome. 

Hace unos días aparecieron productos en mi casillero que no me pertenecen. Sí, cualquiera se podría contentar con eso; no yo. Los productos no eran más que un paquete de salamín, otro de pan blanco y un enorme queso. Un enorme queso en un sitio donde no hay refrigeración alguna. 
Acomodé producto por producto uno encima del otro con una distancia suficiente de Mis productos para que no surja entre ellos una oportunidad de roce. Cada mañana que voy a desayunar chequeo y sí: siguen ahí. Sinceramente me da miedo tirarlos por temor de que en venganza me tiren los míos.

Paciencia y tolerancia, sólo me queda 1 hostel-día.

***

Estaba en un parque que, casualmente, hace un año había cumplido cien años. Estaba en un parque de ciento y un años. Estaba en un parque que si me hubieran preguntado hubiera creído que era más joven que yo; era un lugar que inspiraba belleza, alegría…un lugar que inspiraba más vida que cualquier ser recién nacido. 

Aquel mix de árboles, arbustos, bancos de plaza y aroma a hierba mojada había pasado por de todo y a su vez parecía haber pasado por nada. Aquel parque me enseñaba que se podía. Estando ahí mismo, sentada solitaria en uno de los bancos, lo reconocí: no era Auckland que me ahogaba, tampoco lo era aquel hostel del cual ya había logrado escaparme. Muchos menos era el trabajo o la soledad en sí, cuestiones que ya había experimentado y familiarizado en otras épocas de mi vida. 

Era yo la que me ahogaba. Yo había elegido inconscientemente Auckland para ahogarme. 
Tenía una obsesión sintética. Una obsesión que, como muchas otras, no me conducía a nada. 


***


Mientras disfrutaba uno de mis primeros desayunos en paz en aquel nuevo departamento que me alojaría por todo un mes, decidí hacer algo que, sin lugar a dudas, sofocaría mi paz y dejaría aquel desayuno inmóvil en el medio de mi garganta. Agarré la computadora y, entre mate y mate, busqué las posibles consecuencias de aquella obsesión. Buscaba, en verdad, cual sería el lugar a donde llegaría si seguía bajo su dominio. 

Psicosis, depresión, ataques de pánico, temblores, pérdida de memoria. El umbral al infierno se titulaba aquel artículo que parecía contarme particularmente a mí las razones que tenía para detenerme, para decir basta. 

Así y todo, como cada día libre que tenía, tomé mi bolso y una gran botella de agua y me fui a la playa. Me deje llevar por aquel pensamiento de que la realidad sin algo que la inspire es aburrida y con un solo movimiento de mi mano sobre el encendedor prendí la llama de aquella obsesión. Parecía que algo más faltaba para que ese umbral al infierno realmente me asustara. 

Me dispuse, sólo por aburrimiento, a escuchar diferentes audios que grabo cuando la necesidad de plasmar pensamientos choca con la falta de una hoja y algo para escribir. No terminé de escuchar todos ellos; mis ideas me parecían escalofriantes. Me estremecía no diferenciar si mis ideas podrían ser comunes en el resto de las personas o no. Me encontré, por primera vez, temiendo por una posible y real locura en mí.
Sólo una cosa se me ocurrió grabar en aquel momento a fin de no olvidarlo: un título. Un título que podría encabezar mi vida por aquellos tiempos: Camino a la psicosis.

***


Estando en la playa nuevamente –para variar-, se me acerca un perro. Lo sigo fijamente con la mirada a fines de saber si me quería saltar, lamer o qué y se me cruzó por la mente pensar que quizás la dueña, que miraba desde lejos, pensaría que por mi modo de mirarlo no me producen mucha simpatía los perros.
Señora, si miro a su perro fijamente es por el deseo desesperado e inconcluso de tener uno al cual cuidar.

Para que se dé una idea,  es más grande el deseo de un perro que de un novio a mi lado.

***


Estaba en una especie de bahia, un lugar que adoro por no ser conocida por casi nadie. Minutos después de instalarme en la arena, me armo un cigarrillo y me doy cuenta de que me falta algo. Para ser más específica, sufría la carencia de algo básico y sumamente necesario: un encendedor. Miro a mi alrededor y me doy cuenta que lo mismo que amaba de aquel sitio era lo mismo que odiaba en aquel momento:  la "no-gente". 


A veces parece necesaria la gente...Ojo,parece.


***


Último día de marzo. Ya paso todo un verano y me encuentro con un otoño ajeno; un otoño en otra ciudad. Un otoño que no era tan otoño si no me lo pasaba en mi departamento sacando de las bolsas los abrigos y los sweaters de las bolsas que armaba cuando comenzaba la primavera.

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