martes, 20 de mayo de 2014

Capitulo V

El hecho de que una persona deje de escribir cuando es esta una actividad usual en ella merece preocupación ¿Por parte de quién? De quien escribe, claro. Deje de escribir después de haber tenido una cita con el ex en mi departamento, haber fracasado en la cama y pelear a los gritos en el living. Aquella noche, cuando le baje a abrir, ya ambos sin ninguna palabra que decir, cerré su capítulo sin-ganas-de-transcribirlo-acá. La nube de ideas, ilusiones e idealizaciones llamada el ex se había desvanecido instantáneamente desalojando mi mente y dejándola vacía, casi irreconocible. Después de aquella noche me costó tiempo mirar las nubes en el cielo sin desdeñarlas un poco. 

No supe por qué decidí en el instante en que lo hice llamar ¨segundas entregas¨ a esto que continua acá. Quizás. Sólo quizás, porque estoy a 10563 kilómetros de distancia de aquella ciudad que me sirvió de escenario para las primeras. Aquella ciudad por la cual sin darme cuenta comenzaba a sentir cierta nostalgia.

Hay algo que siempre estuvo muy presente en mí y perdón si ofendo a los patriotas con ello. Habrá sido por los numerosos viajes a USA, las idas en familia a las paradisíacas playas del Caribe o los aires de progreso social que veía en todo aquel destino de vacaciones que jamás, pero jamás, encontré en mí cariño por mi ciudad. Muchos menos, claro está, por el país. Nunca me gustó nada de Argentina y sólo tenía una idea que me salvaría de eso: irme. Este no-sentimiento patriótico que me caracterizó durante la mayor parte de mi vida es lo que precisamente está chocando con la nostalgia que hoy siento al recordar aquella pequeña ciudad de la Costa Atlántica: La Feliz.


En verdad, este era sólo uno de los conflictos que estaban chocando como en una batalla dentro de mí. 


***


“¿Y cómo es eso de encontrarte con vos misma?” “¿Why are you sitting here by yourself?”. Esas eran las dos preguntas que estaban resonando en mi mente como una música extraña que proviene de una radio que no podía apagar. Ambas preguntas se encontraban en la respuesta como dos desconocidos se encuentran en una esquina o como dos líneas perpendiculares se encuentran en un ángulo. 

Una de mis primeras noches en Auckland conocí un chico de Chile, “C”. Bailamos eufóricamente toda la noche e innovamos como hace mucho no hacía en la cama. Había diversión, buen sexo y un moño atado a su espalda; sólo que en mí no había predisposición al compromiso, a la relación ni al mensajito cursi. Para ser honesta, en mí no había nada más que una mínima necesidad de cariño causada únicamente por la lejanía, la distancia. Digamos que, de algún modo, me acurrucaba en su pecho y me acordaba de mi mamá. 

 El fue, precisamente, quien  hizo aquella primera pregunta un mediodía sentados en un parque. Después de aquellas salvajes citas sexuales, C viajo a un pueblo no muy lejos de Auckland por la única razón de que su amigo estaba encaprichado como un niño de que quería trabajar en un campo de manzanas. C se fue y dejó de ser una fuente de cariño ya que si lo que pretendía ser era una fuente de cariño online, estaba muy equivocado. C se había convertido después de unas semanas en un estorbo al cual sino le respondía los mensajes, me llamaba. Se preocupaba por mí, sí, lo apreciaba, pero no me servía. Después de varias semanas de partir llegó sorpresivamente a Auckland a visitarme. Para ser más precisa, llego sorpresivamente a la heladería donde trabajo a visitarme. Se rió un largo rato de mi shock face mientras intentaba dilucidar si realmente era él y se fue diciéndome que me iría a buscar cuando salga. 

Y sí, salí y estaba ahí, sentado en un banco, alegando haber estado ahí hace más de media hora. Pero no, no a modo de reproche en lo absoluto, sino orgulloso de si mismo por haber esperado media hora por mí. 

Ese fin de semana que estuvo acá soporté el fuerte deseo de preguntarle a gritos qué es eso de irrumpir en mi ciudad, en mi rutina y en mi hostel. Tenía que demostrarme un poco agradecida o emocionada por la sorpresa. Eso es lo socialmente aceptable. 
Pese a que soporte las ganas de ser tan poco delicadamente directa, le dije algo así como que no tenía espacio en mi mente para pensar en él ni en nadie. Tenía mi mente al 100% dedicada a la difícil tarea de reencontrarme conmigo misma en un espacio completamente nuevo, en una zona que sin dudarlo no era mi “zona de confort”.  

La segunda pregunta fue hecha por un típico estereotipo de linyera: botella en mano, ropa zaparrastrosa y pasos en zig-zag a fin de mantener la estabilidad al caminar. Era madrugada, yo estaba sentada afuera del hostel fumando lo que yo llamaba un “mix relajante”: algo que me producía lo necesario como para que mi mente salga volando por un rato. 
Le contesté que lo necesitaba y que me gustaba estar sola. Yo creo que fue su terrible borrachera mezclada con su incapacidad para comprenderme que hizo que se fuera. 

***


Después de dos meses de estar acá veo una persona fumando adentro de un auto. La veo desde el bus en donde estoy sentada que se detuvo porque el semáforo estaba en rojo
Los semáforos acá son eternos asi que te dan tiempo a ser muy observador. 
 Miro fijo a la persona, intento descifrar según el movimiento de sus labios si habla español. Porque claro, quizás habla español y es argentina y por eso fuma adentro de un auto. Acá no se ven esas cosas. 


***


Auckland es la ciudad en la cual nunca se van a acumular las hojas de los árboles en las veredas como sucede en mi querida ciudad (sí, ahora la digo querida; sí, es verdad que la empecé a querer).
El proceso de limpieza de espacios públicos que tienen acá es tan eficaz y eficiente que me irrita. 


***



15 de Febrero, sábado. El tiempo paso volando -o volando paso el tiempo- desde que vivo en esta querida ciudad llamada Auckland. Después de haber trabajado más de 13 horas no hace mucha falta decir que volví al hostel con la energía mínima y necesaria para subir por la escalerita a la cucheta donde duermo. 
Siempre me tocan las camas de arriba en las cuchetas. La gente debería comprender que soy un tanto discapacitada para subir esas escaleritas malditas.
Calcular las “horas de sueño” es uno de los vicios que no puedo despegar de mi mente. 2 am, me despierto a las 8; 6 horas de sueño. Y esas 6 horas de sueño las duermo con mal humor sabiendo que son y serán sólo 6 horas de sueño. Bah, que digo, eso era lo de menos; lo peor es saber que uno tiene que despertar para trabajar. Sí, devuelta. Después de todo, esa era la rutina horrorosa que estaba soportando hace ya 3 semanas. Aprovechaba los francos para recargarme de energía en la playa porque, de otra manera...me cortaría las venas con una pincita de depilar.  

***

No existe día en que yo vaya a la playa y un kiwi (entiéndase: persona nacida en Nueva Zelanda) no se acerque a mí intentando entablar una conversación a partir de preguntas tales como si tengo un encendedor, de dónde soy o por qué estoy sola en la playa. Aquel lugar es el único en donde me resulta no-tan-difícil encontrarme: cierro los ojos, escucho las olas, fumo un cigarrillo, me meto al mar, como una manzana…Sí, exactamente la misma rutina playera que llevaba a cabo durante aquellas tardes primaverales en mi ciudad. En verdad, casi la misma teniendo en cuenta que no tengo mi bicicleta para ir y venir y tengo que hacerlo mediante un bus repleto de chinos y japoneses turistas. 

Volviendo al molesto asunto del imán en el que me convierto cuando estoy en la playa, hay algo que merece un análisis: los kiwis son una clase de hombres bastante particular. Para ser más específica, los kiwis son particularmente conocidos porque no te van a hablar, no van a mirarte a los ojos ni te van a sacar a bailar en un bar. Así son y, para ser sincera, me había acostumbrado a que así sea. Desde luego que hay varios que están más buenos que una milanesa de soja (como las exxxtraño) pero mi orgullo femenino es mucho más fuerte que una cara bonita. 

La cuestión que acá me somete es que los kiwis a mí me hablan; me hablan cuando estoy sola en la playa y generalmente toman su toallón playero, su mochila y se acercan “disimuladamente” para instalarse a mi lado. Sí, lo hacen… ¡y vieran qué decididos!
Lo hacen sin saber que esas pocas horas en la playa constituyen el único momento de la semana en el que me encuentro conmigo misma. 

***

Recordatorio: el peor día de este viaje. Estaba sentada afuera fumando en la vereda unos minutos atrás. Se acerca una pareja y me dice "fumar es malo". Los miro fijo, intentando hacer un esfuerzo a través de la memoria para recordar de dónde los conocía. Mi memoria es lamentable y en días malos se transforma en patética. "Fuimos a la heladería donde trabajas hace unas semanas". Porque claro, yo no tengo asuntos importantes en que pensar como para recordar a aquella pareja mexicana que estuvo parada  7 minutos mirándome a mí y al helado, al helado y a mí. "Fumar es malo pero en días malos deja de serlo" le conteste.
 Si hubieran demostrado un poco de interés en los problemas que me acaecían quizás la escena que se hubiera desarrollado sería algo así como yo, haciendo catarsis y llorisqueando; ellos intentando consolarme y dándome palmaditas de apoyo en el hombro. 

No sé por qué la gente da ese tipo de palmaditas. No sirven para nada. 

La verdad era que había llegado a esa situación crítica en la que las lágrimas se pueden escapar en cualquier momento y los criterios sobre con quién hacer catarsis desaparecen. Necesitaba a alguien urgente. Alguien con quien haya pasado más de 7 minutos teniendo una charla estereotipo sobre sabores de helado. 

La urgencia de producir una catarsis radicaba principalmente en que aquella mañana desperté sin saber dónde iba a dormir en la noche. Fue una sensación de vacío: esa cama era sólo de paso al igual que esos compañeros de cuarto y nuevamente debería cerrar las valijas y cargarlas de acá para allá como si fuesen dos órganos más de mi cuerpo. Hoy se me cruzo por la mente regalar el 80% del contenido de mis valijas para estar más aliviada. Me irrita ver que traje tantas cosas innecesarias pero tampoco estoy muy segura si son realmente esas valijas las que tanto me cargan. 


Hay otro equipaje en mí; hay una mochila abstracta de contenido aún no identificado amarrada a mis espaldas que pesa más que mi propio cuerpo y no encuentro la manera de alivianarla.

***


Y de pronto me encontraba ante la segunda pesadilla en menos de 5 días, ante la taquicardia de no poder llorar, ante la desesperación de querer llorar y no poder hacerlo, ante la patética situación de sentirme agradecida por disfrutar tan sólo unos minutos de soledad en una habitación compartida con 7 personas más. Me encontraba ahogada por una ciudad que ya no quiero, una ciudad que sí, alguna vez quise. 

 Me encontraba diciéndole a mi familia sin balbuceos que no encontraba la felicidad acá

***

Salimos de trabajar cerca de la medianoche. Trabajo con un kiwi hiper-gay que sabe todas las coreografías de Lady Gaga y se disfraza de ella los fines de semana y una chica de Vietnam con la cual se podría decir que entable una buena amistad. Antes de partir cada una para su casa me pregunto si tenía unos minutos para hablar asi que nos sentamos en el parque de la esquina. Por lo general la situación de “consejera amorosa” me otorga un rol firme y definido, un rol que  no me da miedo aceptar. Sin embargo, no estoy segura hasta que punto fue minorizado el desamor que ella sufría por aquel turco desdeñable teniendo en cuenta que la traducción de mis estereotipados consejos/frases pre-hechas fue improvisada y, por seguro, no muy exacta.  “The time is not a doctor…You should give time to the time”.

Realmente me sentí un poco inútil, sí…Parece que esa clase de personas que demanda consejos para que entren lentamente por uno de sus oídos y salga rápidamente por el otro no sólo nace en Argentina.  

Finalizando la conversación y siguiendo el camino hacia la comodidad de mi cama, un chico me sorprende por la calle pidiéndome por favor mi celular para hacer un llamado. Temblaba. Sus manos sangraban. Le dije que no se preocupara, se lo iba a prestar, pero que por favor se sentara y se calmara. Le pregunté que le había pasado y había sido algo así como una de esas peleas en la calle en las cuales el que no tiene nada que ver siempre se ve involucrado de algún modo. Ese había sido él. 
Esa noche me sentí útil, después de mucho tiempo de no hacerlo. 


Creo que al no tener amigos ni familia cerca uno se vuelve indispensable para casi nadie.

***


Sentada en lo que sería el puerto de la ciudad o, mejor dicho “Waterfront” or “Viaduct” y comiendo un vegetarian kebab, me pregunto a mí misma por qué nunca lo probé antes. Dos meses habían transcurrido desde que me encontraba en esa ciudad y, para ser sincera, jamás me atreví a entrar a aquel lugar. Después de todo, las esperanzas de que existan opciones vegetarianas en el menú de un sitio de donde cuelgan y ruedan grandes piezas de carnes animales, son mínimas.  

Acúsenme de exagerada, pero hasta me produjo asco tan sólo escribir sobre ello.
Después de más de diez horas sin comer por una profunda depresión que no me permitió cocinar ni mucho menos salir de la cama, ese acto alimenticio era sin lugar a dudas lo mejor que me podía estar pasando. 

Ah, y…necesitaba hacer “eso” y a falta de uno de esos lugares en donde usualmente uno lo hace…hice pis atrás de una pared. Esa es la clase de momentos en que uno agradece a los kiwis por irse a dormir tan temprano y dejar la ciudad para uno solo. 

Y para hacer pis sin público, también.

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