lunes, 26 de mayo de 2014

Capítulo X

Mis días en Auckland se caracterizaron por muchas buenas energías, contrario a lo que yo temía. Pasé los días en la casa que esta alquilando mi -única- amiga Ce con otro chico argentino. Desayunamos juntas, salimos de compras, decoramos su habitación, miramos películas, cantamos y bailamos. Sí, super cool para una nena de 9 años, no para una de 21, ya sé. La cuestión es que disfruté como hace mucho no hacía la compañía de una verdadera amiga. 

A pesar de que me encontraba allá y disfrutando mucho de mi estadía, una fuerte ansiedad que veía plasmada en la cantidad de comida que comí durante esos días me carcomía por dentro. No tenía idea acerca de a dónde me iba a dirigir. Mis opciones iban desde irme al sur, al norte o al centro de la isla; irme con el chileno o no; ir a trabajar o hacer voluntariado, etc. La variedad de opciones puede, o bien hacerte sentir alagada porque "¡Wow!¡El destino pone a mi disposición un montón de caminos!" o hacerte sentir más perdida que nunca. En mi caso en particular aquella  variedad de opciones no plasmaba más que el hecho de que NO TENÍA LA MÁS MÍNIMA IDEA DE QUE HACER DE MI FUTURO.

Ahora que lo pienso es como cuando tenes mucha ropa y no sabes que ponerte. Bueno, acá eso ya no me pasa, pero lo recuerdo.

 Decidí hablar con cada uno de los argentinos que conozco ya que cada uno de ellos estaban viviendo en distintas partes del país. En cuestión de minutos cada uno de ellos me envió un reporte acerca de la situación laboral de sus paraderos y, sin querer seguir dándole más vueltas al tema, compré un ticket para Hastings.  Después de 8 horas de viaje me encontraría allá con I, un chico que conocí un día de verano.


Hastings me sentó muy bien durante toda la estadía. Sí, es un pueblito y mis posibilidades de trabajo eran bastante cortas debido a que "oops! se terminaron tooodas las temporadas de picking de frutas". De todos modos, lo placentero de mi estadía recaía en la compañía. El hostel era todo lo que no hubiera imaginado. Para explicarlo de algún modo simple, era un terreno de tamaño bastante considerable donde se ubicaban cuatro pequeñas casas, cada una con su cocina, sus decenas de sillones ubicados al aire libre y su mini-biblioteca.

 En la casa donde yo dormía dominaban los franceses, razones por las cuales sólo iba a cocinar y a dormir. En la casa "latina" o mejor dicho, poblada por argentinos, el aire era distinto. Estar sentada en una silla al sol afuera de la casa escuchando música ya era una actividad. En esos días en Hastings reconocí la importancia de la compañía. Podría llamarlo, por qué no, una especie de revelación que corroboraba lo que venía a buscar: algo que corte mi solitario viaje. Aprendí durante esos días que se puede estar rodeado de gente y a su vez disfrutar de la soledad cuando así se quiere. Así de a ratos me quedaba al sol leyendo, tomando mate, pintándome las uñas o, por qué no, escribiendo acerca del pasar de mis días. 

***

Me fui a refugiar del frío a la cocina luego de una fogata entre argentinos-yanquis y franceses. Necesitaba urgentemente un té ante-frío y algo dulce. Lo dulce brillaba por su ausencia entre mis alimentos por lo cual me decidí por buscar en la heladera. De verdad, no creo que sea mi culpa que las francesas hallan estado todo el día cocinando pancakes, pies y pan de mil tipos distintos. A cualquiera le generaría un enorme deseo de probar algo de todo eso.  Encontré en un tupper pancakes con chocolate. Sin que mis manos los tocaran se dirigieron al microondas. 30 segundos. Voilá! Excelente e inesperada compañía para mi té. 


***

Era Domingo y a pesar de que pasar el día entero en el hostel no me disgustaba del todo, sabía que al final del día me iba a amargar sola por no haber gastado al menos un poco de energía. Una de las chicas argentinas me había dicho que había una bicicleta que podía usar, aproveche que sólo quedaba algo así como una hora más de sol, se la pedí y me largue por las rurales calles del pueblo. Habrán pasado, quién sabe, unos veinte minutos, que de repente escucho a un hombre hablándome desde el auto que estaba paralelo a mi y a mi bicicleta-prestada. No había manera de a. manejar y escucharlo b. no chocar c. entender lo que me decía con su maldito acento. Por suerte se decidió a parar y, rogando no caerme de la bicicleta cuando lo intente, me baje y me acerqué a la ventanilla. En el mejor papel de bebota inocente le contesté que no sabía nada acerca del uso obligatorio de cascos. 

Sí, hay dones que tenemos las mujeres que nos sirven, por ejemplo, para evitar multas bizarras de este tipo. 

***

Ya durante mis primeros días en Hastings comenzamos a hablar acerca de los futuros planes: irnos al sur esa misma semana. A pesar de que esto hizo que toda mi búsqueda laboral online en Hastings se echara a perder y yo malgastara un enorme esfuerzo físico en ello, me sentí orgullosa cuando recibí dos llamados para un puesto en un restaurante y los tuve que rechazar debido a mi huida. 


***

"Aggrr, detesto salir de la ducha en invierno". Eso pensaba mientras intentaba ser ultra-veloz secando mi cuerpo. Me pregunto con quién debería hablar para sacar de mi rutina diaria ese instante en que pasas de agua-hirviendo a la crueldad-del-frío. ¿Dios, Alá, Cailleach Béirre? 

 Después de dos días de sentirme completamente zaparrastrosa -pero feliz-, le estaba dando la bienvenida a una nueva etapa dándome una ducha post-viaje. Llegamos, después de dos días de viaje y no esperados obstáculos y arrastrando los pies del cansancio, a la querida ciudad de Christchurch.

Era un martes a las 7 am que nos estábamos despertando con mi amigo argentino "I" para emprender nuestro viaje a Christchurch. I le había hecho algunos arreglos al auto durante la semana así que a pesar de que su aspecto no inspiraba mucha confianza, depositamos toda la energía en pensar que nos ayudaría a llegar hacia la otra parte de la isla. 
I me había dicho que no me preocupara por tener mucho equipaje porque claro, siendo dos en el auto, teníamos espacio de sobra. Cargamos mis mochilas, almohadas, mantitas-robadas-del-hostel, una bolsa de manzanas y mandarinas (bueno, sí, robadas del hostel también) y partimos dejando atrás ese encantador hostel con aires de hogar.

Mi estado, siendo responsable del "acompañante de quien maneja", era desastroso. La noche anterior me había decidido por comprar marihuana porque me había parecido copado estar re-fumada durante todo el viaje, quién sabe por qué, ¿no? La cuestión es que compré pensando que iba a ser poco y resultó ser un montón. Un montón digamos porque pensaba terminarlo antes de tomar el ferry (sí, porque quizás soy un poco perseguida y no querría que me revisen). Así que fumar mucho y acostarme tarde, en resumen, habían hecho que mi estado aquel día fuese un tanto deplorable. 

Pocos kilómetros habíamos hecho cuando, mientras escuchábamos Las Pastillas del Abuelo, yo abrí la ventana en busca de un poco de aire y sentimos un extraño olor a quemado. I se bajo del auto a chequear y el olor no hacía más que empeorar. Los dos sin-entender-nada-sobre-autos decidimos seguir viaje hasta que, pocos kilómetros después, no tendríamos opción acerca de "seguir o no viaje". 

Aparcamos nuevamente el coche y cuando I se dirigió a la parte trasera del auto no vio más que una encantadora llama brotando desde abajo del auto. Me alarmé cuando me saco mi botellita de agua para intentar apagarlo y me baje rápidamente del auto sin siquiera preguntarle algo. I empezó desesperado a sacar del auto todo el equipaje y me alarmé así como un poco más. Pararon algunos coches a ver si nos podían ayudar de algún modo y uno de ellos nos ayudo llamando a los bomberos. 

Seis minutos más tardes cinco kiwis bomberos -que estaban en su mayoría muy ricos-, se bajaron del camión e hicieron algo sin mucha ciencia: tirar agua con la manguera. 

Digamos...entréguenme la manguera y manguereo yo.

El auto no tenía mucha solución. Es raro pensar que un auto nacido en el mismo año que yo (entiéndase: era un modelo 92) estaba muriendo en ese instante. Uno de los oficiales se decidió por llevarnos al pueblo más cercano; nos deshicimos de las mantas-robadas-del-hostel, de un par de zapatillas de I, las almohadas y algunos paquetes de fideos que rondaban por ahí. 

El pueblo al que llegamos tenía la particularidad de que era la ciudad con el nombre más largo del mundo. Claro que está en lenguaje Maori y es hasta imposible de leer si quisiera.

 Muy, muy largo, no es chiste. 

En el centro de información nos ayudaron a cambiar la fecha del ferry para el día siguiente ya que estaba claro que mágicamente y en tres horas no llegaríamos a tomarlo. Pese a que la mujer intento persuadirnos para tomar un bus ya que era el modo más seguro, también nos regaló un cartón blanco lo suficientemente grande como para escribir "Wellington" y que los simpáticos conductores leyeran nuestro próximo destino y se apiadasen de nosotros en en medio de la ruta. 

Nuestro viaje estuvo repartido en tres diferentes autos. Todos ellos eran kiwis, dos hombres y una mujer. Los paisajes que ví durante ese viaje no tienen explicación alguna. Increíblemente increíbles. Los conductores, bueno, bien, me toco dos veces sentarme en el asiento de adelante hasta que me cansé de charlar y lo mandé a I a conversar con el último conductor que nos llevó. 

Wellington es conocida como la ciudad del viento y no, no se equivocaron al otorgarle aquel apodo. Caminando con viento en contra y con los cientos de bolsos y bolsitos colgando desde nuestro cuerpo, llegamos a un hostel no muy caro que estaba justo al frente de la estación de ferries.

Ya en el hostel y con toda la habitación de seis personas para nosotros solos, decidí por alguna razón que desconozco darle unos besos y hasta permitirle estar acostado al lado mío por un rato. Claro que me acariciaba demasiado y no me dejaba dormir, por esa razón fue sólo por un ratito. 

Nos quedamos durmiendo sin siquiera cenar. Me hace sentir bastante mal que un chico le preste menos atención a la comida que yo. Según I, nunca siente hambre y sólo come si hay comida. Yo...soy una gorda ansiosa que le está entrando duro a los chips y al chocolate desde que comenzó a viajar. 

Después de un viaje en ferry matutino y de haber encontrado una gran oferta de bus para llegar hasta Christchurch, festejamos no tener que hacer dedo otra vez y emprendimos viaje. Lo bueno de viajar por ruta en Nueva Zelanda es que los paisajes nunca te van a decepcionar. Cada una de las montañas es más verde que la anterior. 

Para nuestros primeros días en Christchurch había arreglado con unos kiwis para que nos alojasen. Sí, soy miembro premium de Couchsurfing. Si no conoces la página, hacelo: nunca más vas a pagar por un hostel si no queres hacerlo. 
Uno de los kiwis es un adicto a la TV, ex roquero drogadicto que se tira eructos a cada rato pero muy servicial. El otro tiene un tupper con bolsitas de distintos tipos de marihuana, no trabaja y gusta de boludear a la gente con chistes muy divertidos. 

La segunda noche en la casa estaba anunciado que íbamos a tomar mucho, mucho alcohol. Claro que la cantidad de alcohol que soportan los kiwis es muy distinta de la que soporto yo. Fumé demasiado como siempre y termine con la cara pálida, los labios morados y el flequillo de loca mirándome fija en el espejo de la habitación. 

Después de eso, me puse mi nuevo pijama con estampado de vaca y perdí diez minutos de mi vida intentando subir a una cucheta. Nunca descubrí si es que realmente estaba muy alta para subir o si yo estaba muy fumada como para hacerlo. Al día siguiente le pedí a I dormir en la cama de abajo para evitar otra situación humillante de ese tipo. 

***

Fumando un cigarrillo en el patio uno de nuestros hostess me dijo que nos tendríamos que ir al día siguiente porque venían los hijos del otro a pasar el fin de semana. Pensé que lo iba a solucionar rápido mandando alguna que otra solicitud en la página pero no fue así. 

Era nuestra última noche en esa casa y estábamos bastante aburridos. Habíamos cenado en horario kiwi (entiéndase 7 pm) y nuestros hostess se entretenían mirando uno de sus tantos programas favoritos en la TV. No se si lo habré dicho ya antes, pero algo tiene que quedar claro acerca de mí: odio la TV. 

Dejando de lado los argumentos de por qué odio la TV para algún otro momento, volvemos a aquella noche. Decidí ponerme el pijama y acostarme a leer a pesar de que el libro que estaba captando mi atención en esos momentos no lo hacía en demasía; era un cliché más de la literatura. Así y todo, me vestí de vaca y me acosté a leer. I se apareció en el cuarto inquieto y, como imaginaba que si no le daba algo para hacer me iba a desconcentrar, decidí ofrecerle de leer la primera parte de esto mismo que estoy escribiendo.

I se acostó al lado mío y se dispuso a leer lo que seguramente muchos llamarían: "el umbral al infierno femenino". Al leer ciertos párrafos relacionados con el ex o con mi denigrante punto de vista acerca de los hombres, me agarraba de los hombros y me sacudía simulando ahorcarme. Sí, sabía que de algún modo se asustaría. No había manera de que no lo haga; incluso yo me asusto al leerme. Incluso a mí me asusta descifrar lo indescifrable. 

Cuando termino de leerlo me hizo alguna que otra pregunta acerca del contenido. Preguntas que lo único que hacían era ratificar que había sido una pésima basura con los hombres durante casi toda mi vida. 

Esa noche I me hacia cosquillas, me abrazaba, me apretujaba y me acariciaba sosteniendo como explicación que "yo era linda y que el quería estar con una chica linda". 

Congrats! Jamás escuché un argumento tan pobre y chiquilín como ese. I mean..Heeeelllo!!!!

Después de que por lo visto lo traté de alguna manera muy agresiva o violenta -digamos que no lo recuerdo-, I se fue a la cama de arriba. A los pocos minutos y ya con la luz apagada disponiéndonos a dormir, me dijo que al día siguiente, cuando tengamos que dejar la casa, se iría con unos chicos de Uruguay que conocía al hostel donde ellos se estaban quedando. Un "bueno" cortante y frío salió de entre mis labios y no dije nada más. Esa noche dormí con un dolor en el pecho, producto, seguramente, de un mix de sentimientos relacionados con la bronca, la lástima y el dolor. 

Claro está que los sentimientos que me invadieron también a la mañana siguiente se justificaban principalmente en el hecho de que sabía que jugar con él era como jugar con un títere. Fácil. No tenía intenciones de jugar con la única persona que había estado conmigo los últimos días pero, por lo visto, así lo hice. 

I no me genera ni un 0.02% de calentura. Los hombres se clasifican, para mí, de la siguiente manera: a. te generan ternura, les darías un abrazo; b. te provocan calentura, les das; c. ninguna de las dos, fracasados. A I lo hubiera llenado de abrazos, pero nada más. 

La cuestión es que aquel sábado en que nos despertamos sabiendo que nos separaríamos nos dimos cuenta que el hecho de que yo lo veía como un hermano menor mientras que él lo hacía con "la de abajo" no iba a funcionar. Ojo, para mí hubiera funcionado; para él no. Después de que salio a caminar mientras yo desayunaba me confesó que después de leer Primeras Entregas sabía que gustar de mí no era una opción recomendable...

Sí, pese a que I tiene alma de adolescente todavía, admiro su capacidad para decir "NO al masoquismo"

La cuestión de a-dónde-iba-a-ir también me preocupaba. Había enviado una solicitud a un hostel que parecía bastante bonito para quedarme, al menos, durante el fin de semana. Luego de esperar durante algunas horas que algún hostess de couchsurfing me contestara, no me quedó más opción que tomar una decisión y sí: invertir algo de dinero en una habitación.

 Cargamos todas las mochilas al auto y nuestro hostess nos llevo a nuestros respectivos futuros alojamientos. Cuando I se bajo del auto sentí un sabor amargo en las palabras. Un sabor que se vio aún más empeorado cuando fue mi turno de bajar del auto y dirigirme a mi hostel.



viernes, 23 de mayo de 2014

Capítulo IX

Escribo desde el medio del Pacífico. No, no me refiero a que sigo en Nueva Zelanda y estoy a miles y miles de kilómetros de casa, realmente estoy en el medio de la nada; para ser más específica: estoy escribiendo desde un bote. ¡Sí! Semanas atrás abandoné finalmente esa ciudad que ya tanto me había comenzado a disgustar, esa ciudad que está completa y repleta y llena de chinos que van y vienen por la calle principal hablando en mandarín. Le dije "Chau, chau" a Auckland.

 Días antes de irme me decidí por cumplir con un capricho que hace tiempo tenía en mente: hacerme un flequillo que según muchos me quedaría bastante...mal. Teniendo en cuenta que mi cara va a ser redonda durante el resto de mi vida y que mi caprichito seguiría vigente también por el resto de mi vida si no lo llevaba a cabo, lo hice. Más bien me lo hicieron, mi flatmate filipina se vio muy emocionada al sentirse útil. Basto con que sólo le preguntaste que opinaba ella para que sin siquiera responderme tomara una tijera y ttttra! Me cortara mi recto flequillito. 

Todos los filipinos comparten una actitud sumamente servicial que muchas veces se puede observar como amorosa y otras tantas como "para un poco, por Dios". Aquella misma noche en que estrenaba felizmente mi flequillo C, el chico chileno, me dijo que si le confirmaban su día libre para el día siguiente iría a Auckland a visitarme. Espere algunas horas a que me confirmase y, fiel a lo que yo imaginaba, estaba ya en camino de sorpresa, como a él le gusta.

 Fuimos a un bar con algunos argentinos que conocía y bailamos entre cervezas y whiskys hasta transpirar tanto como si hubiese corrido una maratón. Cuando nos quisimos dar cuenta nos habían dejado solos y ahí estabamos, conquistando las pistas con esa fogocidad que caracteriza nuestra cercanía. Ya de madrugada nos subimos al auto, le dije que quería ir a la playa y, sin dudarlo, emprendimos viaje. La noche estaba fría y el viento que provenía del mar no ayudaba en lo absoluto, claro. Sin embargo, no quería más que quedarme desnuda frente a él y exprimir ese deseo salvaje que me estaba dominando hace unos días.


Especialmente desde que terminé Cincuenta Sombras de Grey, claro...


Hicimos el amor (bueno, la gente le dice así, no?) en la playa y en el auto. Acomodo los asientos traseros para que durmiesemos ahí y nos despertamos cerca de las 9 am con la boca seca, un gusto a alcohol desagradable y ahogados por la falta del aire dentro del auto. También con algo de verguenza por la cantidad de gente que había llegado incluso más temprano a la playa a correr y a hacer otros diversos deportes. Yo por mi parte el único deporte que podría haber hecho era sacarme el maquillaje corrido de puta trasnochadora que me invadía la cara. 

Fuimos a desayunar, a buscar la bikini a mi casa y a volver rápidamente a la playa aprovechando las pocas horas que nos quedaban por delante para estar juntos. Llegamos a la playa y justo en el instante en que nos sentamos, se largo una lluvia que jamás había visto en Auckland. No podría decir que fue mala suerte cuando lo que hicimos fue aparcar en un estacionamiento público y hacernos enardecer como tan bien nos sale. 

Pero cuando nos quisimos dar cuenta...mi último día de trabajo en la heladería se aproximaba y el emprendería viaje a su ciudad. Nos despedimos, pero esta vez con cientos de besos y mutuos "te extraño" que sonaron bien, bien raros en nuestros labios. 

La tarde previa a que C llegara a la ciudad mi extremo aburrimiento me llevo a salir a caminar con un chico argentino que conocí hace un tiempo. No es el tipo de persona que me incita a tener algo de compañía pero, para ser sincera, muy de vez en cuando -o mejor dicho, después de una sobredosis-, mi soledad se aburre de estar sola. El chico llegó al país hace unos dos meses y está esperando una oferta magnífica de trabajo como ingeniero. Claro que la oferta todavía no llego y no hace más que salir de joda y emborracharse como si tuviera veinte años cuando en verdad tiene treinta y dos. Le aconseje que cambiara sus energías si realmente quería atraer una buena oferta y no acudir a la constante frustración como precisamente estaba haciendo.

 Después de charlar un poco de esto y un poco de aquello y provocando en mi mente algo así como un deja vu, me dijo que yo era perfecta. Más específicamente me dijo que era sumamente interesante porque me asemejaba a una cebolla, así, con sus decenas de capas que esconden un centro; un centro que, querido, para que lo recuerdes, siempre pero siempre te hace llorar...

Así fue como aquella tarde me apodo como Sra. Cebolla y yo lo apode -para mis adentros- "el pelotudo que aún se cree adolescente y se cree capaz de descifrarme con tan sólo unas horitas de charla". 

Abandoné Auckland no sin algunos problemas de equipaje. Ya había decidido abandonar las valijas y cambiarlas por una mochila, así, como para sentirme más backpacker y menos "nena-de-mamá-con-maleta-rosa". Jamás hubiera imaginado que era tan poca la ropa que me entraría en la mochila pero sí, mis mudas de ropa pasaron de veinte conjuntos diferentes a...quién sabe, quizás ocho, con algo de suerte. Definitivamente mi vida de backpacker estaba comenzando. 

Tomé un ferry hacia la isla donde me quedaría por unas semanas. Los cambios siempre me resultaron nostálgicos, lo cual reconozco que podría tratar con algún psicologo alguna vez en mi vida. Mirando por la ventanilla como dejaba Auckland a mis espaldas, sabía que algo completamente nuevo vendría. 

En la isla no iba a hacer más que trabajar ayudando en una casa a cambio de dormir ahí y de las comidas. Realmente no tenía muy en claro en qué consistiría mi trabajo pero imaginé que no sería nada muy complejo. Al bajar del ferry con la mochila enorme a mis espaldas y después de caminar unos mil metros en zig-zag (claramente porque mis piernas no sostenían tanto peso), paro un auto y me llevo hasta la casa de unos argentinos que ya sabían que iría ni bien llegara. 

El chico que manejaba el auto resulto ser de México y me halago mi nivel de inglés haciendo la observación de que "en general, tus compatriotas argentinos, hablan bastante pero bastante mal". Después de charlas, risas, cervezas y cosas buenas para fumar (I mean, no sintetic things), me paso a buscar el hombre con el que me quedaría mis primeras dos noches hasta que finalmente empiece mi "trabajo voluntariado". De camino a la casa me comento que también estaban quedándose ahí dos chicas de Alemania y una de Francia, lo cual no hizo más que confirmar mi idea de que era un poco así como bastante pajero. Créanme, es difícil encontrar hombres que estén registrados en Couchsurfing que no lo sean. Después de cenar me quede con July, la chica francesa y, mientras ella tocaba Manu Chao en el ukelele yo cantaba portando esta voz desafinada que Dios me regalo al nacer pero que poco me importa.


Cantar es una forma de liberar y a la vez producir nueva energía que me encanta. Sí, suena contradictorio pero es así; no se discute.


Mi hermana llego al día siguiente a la isla para pasar el día juntas y llegaron también con ella a la casa una chica de Argentina y otra de Colombia. Por si no lo había aclarado anteriormente, mi hermana trabaja para una aerolínea lo que hace que usualmente tenga vuelos a Auckland y podamos disfrutar de unas encantadoras 24 horas juntas. 

No sé si existirá una regla para los escritores acerca de contar la total y plena verdad, pero así lo haremos acá. Esa noche fumé tanto pero tanto con Mr. Pajero que a. casi me desmayo; b. sino hubiera sido porque estaban las chicas, seguramente me hubiera llevado drogada a su cuarto. De todos modos, recuerdo haberme dormido escuchando las voces de mi hermana y de las chicas riéndose acerca de cómo yo me reía sola en la cama diciéndoles que "en verdad yo le daría a Mr. Pajero..."

Mi hermana se volvió al día siguiente a Auckland y yo esperé algunas horas a que mi futuro jefe me pasara a buscar. Después de ir al supermercardo, finalmente llegamos a algo que definitivamente no se podría llamar "humilde morada". La casa es enorme y cada ambiente tienen su propia terraza. En la cocina hay más comida que en un restaurante y aquella misma tarde había comprado una Piña color aguamarina gigante para el centro de la mesa y dos sartenes. Todo eso gastando nada más y nada menos que cerca de quinientos dólares, así como uno va y compra un paquete de papas fritas, claro. Todavía recuerdo mi primera impresión de la casa y puedo imaginar como se veía plasmado el impacto y la sorpresa en mi rostro. Aquella noche charlamos algunas horas y me dio una gran noticia: estaría sola por lo menos hasta las seis de la tarde todos los días.

Después de meses de no hacerlo, estaría sola en una casa escuchando a todo volumen mi música y bailando en bikini mientras me turno para tomar sol-limpiar-tomar sol-limpiar. 
Al día siguiente no hice más que cosas básicas: barrer, pasar la aspiradora, etc. Cerca de la noche comenzó una fuerte tormenta que nos dejaría no sólo sin luz sino que también sin agua. G, mi jefe, después de cenar, me ofreció de hacerme masajes. G es masajista y recuerdo que cuando nos habíamos contactado vía mail me había preguntado si me interesaba aprender y le conteste que sí: "I always like to learn new things". Con el cuarto a oscuras, algunas velas prendidas y algo de música brotando desde mi celular (necesitaba cortar la incomodidad con algo..) empezó a hacerme unos masajes que durarían quién sabe, cerca de una hora y media. 

Cuando estaba en mi ciudad solía ir a la masajista, especialmente por el problema de circulación que sufro en mis piernas y también porque claro, me fascinan. Varias veces me pregunté a mi misma sino sería una evidente señal de que era lesbiana el hecho de que me..."prendiera" (bueno, me calentara...) que ella me haga masajes. No porque en realidad no piense que puedo llegar a llevar algo lésbico en mí, sino porque era realmente lo que creía, me contesté que no, que eran los masajes en sí los que me producían la respiración agitada y la sensación de "estoy entregadísima". Ahora, así como quizás no resulta muy copado que te calienten los masajes dados por una mujer, tampoco lo es que te calienten los dados por un hombre con el que vas a vivir por el resto de las próximas tres semanas y el cual tiene la edad de tu padre. 

Sin embargo, así fue y, ya con el cuerpo entero repleto de aceite y brillosa como una vedette, opte por mi faceta "canchera" y le pregunté que solía hacer la gente después de las sesiones de masajes. Desde ya que mi pregunta no intentaba descifrar si después iban de compra o se iban a cenar, ¿no? Definitivamente no podía ser la única persona a la cual le calentaran tanto sus masajes. Respondiéndome que a veces la situación deriva en sexo y preguntándome si así lo quería, mi faceta canchera le dijo que sí y terminamos haciéndolo (no el amor, obviamente que no) en la camilla de masajes. 

Una de mis infinitas contradicciones internas consiste en mi impulsivo "¿Por qué no?" y mi consecutivo arrepentimiento. Bueno, quizás no se si me arrepentí tan repentinamente, pero algo de lo que estaba segura era que no pretendía que el sexo se transformara en un derecho por el resto de los días que pasaría en esa casa. A la mañana siguiente irrumpió en mi habitación para despertarme y me ataco nuevamente. A pesar de que no, no me resistí, ya no fue tan de mi gusto pese a que su modo de hacerlo no me disgustaba. Paso lo que paso y desde aquella mañana pensé el modo en el cual le aclararía que no quería de ninguna forma ningún tipo o sub-tipo de relación con él. 

Una noche de sábado saco "de sorpresa" entradas para un concierto. Cada vez que suceden cosas que me disgustan pienso en por qué no hacer un listado de cosas que detesto y entregárselas a cada persona que conozco, particularmente a los hombres. Dos de ellas: las sorpresas y que me despierten.


 Para las sorpresas está el destino y para que me despierten las alarmas, así que gracias, pero no. 


Bajándonos del auto y caminando hacia el recital intento tomarme de la mano. Pensando que quizás me sangraría la palma de la mano si lo hiciera, le dije que no estaba acostumbrada a "este tipo de cosas" (que hacen las personas muy enamoradas o las que están pidiendo a gritos un poco de cariño). Intenté emborracharme en el recital con algunas cervezas y copas de vino como para despejar un poco la mente pero no funcionó. Había comido demasiado y tampoco era mucho el alcohol que entraba en mi cuerpo. Estaba completamente segura de que aquella noche, al volver a la casa, intentaría algo. Mi presencia en aquel recital se baso en pensamientos que me ayudaban a traducir al inglés el monólogo que estaba preparando para el momento en que me sea necesario expulsarlo. 

Y como nunca me fallan mis presentimientos, especialmente aquellos relacionados con los hombres -los cuales son tan predecibles-, llegamos a la casa y amago a abrazarme. Le pedí por favor si podíamos hablar y vomité todo. Le dije que mis "Why not?" son muy usuales en mí pero que concluyen rápidamente y no suelen extenderse; que si quería me podía ir cuando él quisiese. Para mis adentros, claro, pensaba a dónde mierda iría si me respondía afirmativamente. Me respondió que desde luego no hacía falta que me vaya, que yo realmente le gustaba y le hacía sentir bien. De una u otra forma terminé contándole acerca de mi infancia, mi relación pasada y presente con mi padre y cómo yo y mis hermanas nos fuimos de nuestro hogar familiar siendo bastante jóvenes. 

Aquella noche sentí que expulsé una piedra enorme que tenía atascada en mi pecho. Ojo, no por haber hablado de mi infancia, ¿no? Sino, básicamente, por tener la tranquilidad que no-me-iba-a-tocar-un-pelo-más.
Mmmm...Eso no suena del todo bien.



Volviendo a que estaba escribiendo desde el medio del Pacífico: salì a navegar con mi jefe. Dormimos juntos en la única cama que había en el bote y lo de dormimos se lo dejo a él: durmio. El insomnio que me dominaba se debía a que sentía como se tocaban los cuerpos en  el medio de la cama y còmo no lo podía evitar. La cama era un triángulo ubicado en la proa del barco. Cerca de las 5 am me levanté frustrada con el rechazo que me producía aquella situacion y me dirigi al silón helado en el cual me tape con dos camperas y "dormí" hasta las 9 am...

Aquel sábado amanecí con un humor de perros. El maldito jefe me despertó con un alegre "Good morning!" y yo, a pesar de que intenté con todas mis fuerzas no hacerlo -especialmente porque era "su bote"-, le reproche de diez modos distintos la pésima noche que me hizo pasar. "Its absolutely impossible to sleep in the same bed as you". Era un sábado ventoso, el viento frío y paralizante. Desayuné con un mate pésimamente-hecho -por mi jefe, de sorpresa (con-el-mate-no-te-metas)- y unos cereales casi sin sabor. Salí afuera y el viento comenzó a ubicar el bote de un modo bastante particular y bastante forro, por así decirlo: en diagonal. Lo único más forro que eso era mi jefe, quien me dejo al mando del bote mientras gritaba desesperada: "Please!! Come back!!! Im scared!!". Qué asco. Yo, rogándole a un kiwi ricachon que había comenzado a detestar. Me armé de fuerzas y le pregunté si podríamos volver a Auckland ese mismo día. Las náuseas, el rechazo y la claustrofobia no eran una buena combinación para mi. Para mi equilibrio mental, claro. Me dijo que lo podríamos "pensar" durante el almuerzo. Sin contestarlo me fui a la cama  y, a pesar de que mi cuerpo se pegaba a la pared del "cuarto" por la posición diagonal del barco, cerraba los ojos fuertes para sentir que no estaba ahí...

"Hey, Julia, I need some help, we arrived on the Marine". Eso fue lo que me dijo cuando llegó al cuarto. Mis ojos se alumbraron de felicidad: habíamos vuelto a Auckland. En ese instante recordé que al salir, él me había explicado en qué consistía la ayuda que le tenía que dar cuando volvamos. Sí, me lo había explicado, pero, para ser honesta, no entendí absolutamente nada e hice lo que los argentinos hacemos en Nueva Zelanda cuando no entendemos: asentir. En fin, mi intento por hacer "eso", lo cual consistía en tomar con un palo una soga para "estacionar" el barco, fue fallido. No sólo eso, sino que casi lo choco. Si, casi choco un barco.

Con los pies sobre la tierra fui feliz. Fui aún más feliz cuando llegamos a la casa y me pude encerrar sola en el cuarto, lejos de él. Por alguna razón, la gente se da cuenta cuando me genera rechazo. Creo que se debe a que no tengo punto medio en lo que siento y percibo y el rechazo se muestra elevado a la enésima potencia en mi. Al día siguiente mi jefe se acercó a mi cuarto y me dijo algo así como que no me sentía bien ahí y que me veía como que tenía ganas de "run away from there". Le expliqué -sintiendo que no tenía por qué hacerlo- que a veces me aburría estando sola en la isla y que me gustaría conocer más gente. Me dijo algo así como "And me?" y sino mal recuerdo, ahí fue cuando lo herí diciéndole de forma implícita que no quería pasar más tiempo con él, que era precisamente lo que quería evitar y que quería otro tipo de amigos: divertidos. Sí, estoy segura de que fue ahí cuando lo herí porque a raíz de eso me reprocho que la mayoría de las personas que alojaba trabajaban de 4 a 5 horas. Digamos que me retruco implícitamente de que yo no había hecho absolutamente nada durante mi llegada. A pesar de que sí, tenía toda la razón, no tenía derecho en reprochármelo.

En ese mismo momento le dije que me iría en dos días. Le empezó a temblar la voz y se dio cuenta de que nada me podía decir. Después de empacar todas mis cosas y llevarme una cremita de cocoa que me dejaba las piernas divinas que no pude evitar tomar, nos tomamos el ferry de las 7 am hacia Auckland. Tenía miedo; más bien, estaba aterrada. Tenía terror de que pasar unos días en Auckland me generara ese humor y esa agonía de vivir que me produjo anteriormente. 



martes, 20 de mayo de 2014

Capitulo VIII

El dolor era inmenso. Lo podía sentir en todas las partes de mi cuerpo: los párpados, los hombros, las piernas…pero, por sobre todo, brotando sin ánimos de cesar desde lo más profundo de mi alma. El dolor es como alguno de esos virus que luego desencadenan en temibles enfermedades: está ahí, adentro, esperando al acecho; esperando el momento para finalmente despertar y hacer trizas a quien lo aloja. El dolor se me hincaba en el pecho como puñales, como los azotes que Gray le daría a Anastasia a modo de castigo. 

Comencé un lunes de Abril llorando a borbotones, a cantaros; llorando intentando de un modo pobre expulsar aquel sufrimiento que comenzaba a expandirse por todo mí ser. Ahora que lo pienso, resulta patética la idea de creer que el llanto es una forma de echar la tristeza de uno mismo cuando lo único que hace es propagarla por cada una de nuestras células. 

Hay pocas cosas en el mundo que logran desarmarme; la muerte es una de ellas. No hay nada que hacer con ella; no existe fortaleza alguna para luchar contra la muerte. Arranca de tu vida aquello que más precias sin siquiera permitirte un adiós. Y que no pido un permiso, sólo pido que nos deje decir adiós…

La muerte de aquel pequeño ser vivo con el que conviví a solas por tanto tiempo no significaba nada menos que una razón menos para volver. La ausencia de mi tortuga simbolizaba un departamento ahora completamente vacío; un espacio que, para mi regreso, ya habría experimentado la muerte de uno de sus habitantes…

Buscando un consuelo a mi dolor me decidí por caminar hacia la biblioteca en donde, según la página web, estaba La Sombra del viento. El trayecto se me hizo infinito y ahora me pregunto de dónde saque la energía para salir de casa y caminar hasta allá. El dolor me había carcomido por dentro en horas…Sin dudas, algún Dios ajeno a mí y en el que seguramente no creo me había inyectado fuerzas en las piernas para desplazarme hasta allá. 

La mejor función de unos lentes de sol que te costaron 5 USD y que poco tienen de filtro solar es esconder la mirada triste que se oculta detrás de ellos; esconder las lágrimas que brotan de los lagrimales ante cada uno de esos pensamientos masoquistas que la mente genera en contra de uno mismo. Cuando el dolor está despierto, despierto en el alma y en el cuerpo, la mente se siente responsable de sentir el dolor en su peor faceta; en su más punzante faceta.

Llegué a la librería y me decidí esta vez por buscar yo misma la sección en español. Quería que fuesen mis ojos los que encontraran aquel título entre tantos. Y así fue: ahí estaba. Lo tomé fuerte entre mis brazos y me dispuse por aniquilar mis pensamientos masoquistas retirando algún otro libro a fin de tener mi mente ocupada. 

Después de todo, los libros eran y serán siempre la mejor escapatoria a la realidad que a veces nos agobia, ya sea por aburrida, aguda o intensa.


La realidad de La sombra del viento me había atormentado los primeros días de lectura. Minutos después de cerrar el libro y cada vez que lo hacía dirigía los ojos hacia donde me encontraba e intentaba lentamente sumergirme nuevamente en aquel mundo en donde yo me encontraba. En aquel mundo en que La sombra del viento no era más que un libro pesado que cargaba bajo el brazo o escondía en el bolso. Me divertí encontrando coincidencias entre los personajes de aquel libro y personas reales hasta que un hecho se presentó ante mí y me dejó estupefacta mientras caminaba en silencio hacia el trabajo. Había tomado el camino del parque porque siempre resultaría más ameno ver un poco de verde y menos de gente antes de adentrarse en un ice cream shop donde la gente es lo que sobra. Casi llegando al final del parque, antes de llegar a un estacionamiento, veo a lo lejos un humo denso y gris brotar de algo muy pequeño ubicado en el suelo. Poca es la intriga que me llega a generar siendo en 5, 4, 3, 2 pasos…estoy al lado del pequeño objeto. No era más que un libro prendiéndose fuego desde uno de sus vértices. 

Que no quisiera agobiarlos con la historia tíos! Pero la cuestión es que en la historia La sombra del viento es buscado desde el principio hasta el fin para ser prendido fuego. Lo ví, nada más y nada menos, como una amenaza, una advertencia o, mejor dicho, una noticia. Sentía que eso era lo que le había pasado a aquel libro que perdí en aquel parque al que no volvería a ir. 

***


Terminé el libro. Qué puedo decir…me enamoré nuevamente de la magia que hace tiempo había abandonado. A veces me pregunto si la meta final de cerrar el capítulo con el ex no era este: volver a ver los libros como seres mágicos. El ex me había maldecido inconscientemente y sin intenciones en mi juventud para que cada hoja que leyera me recordara a él. Hubo años de mi vida en que no leí. Ahora que lo recuerdo, el último año de secundaria teníamos que leer un libro y exponer un oral y jamás fui capaz. Me acerqué tímida hacia mi profesor de Literatura que en aquellos tiempos me amaba por mi alma de joven poeta y le expliqué. Le expliqué, seguramente de algún modo torpe, que la concentración no me permitía girar dos hojas de una novela y recordar lo que había leído. No eran las novelas las que no tenían hilo: era yo. Me entendió completamente y me aprobó de todas formas. Parecía que aquel hombre sólo quería sembrar en jóvenes ingenuos el amor por la magia de los libros y sabía mi verdad. Sabía que yo había conocido ese amor de muy joven y que no estaba más que en un “démonos un tiempo” con los libros.

Capitulo VII


Hace unas semanas mi hermana vino a visitarme como suele hacer una vez por mes. Esta vez no le pedí que me trajera ropa, cigarrillos o comida, sino que le pedí que me traiga un libro. “Tengo abstinencia de leer”, le dije. Cuando llegó me entrego en manos una novela de tamaño considerable a la cual “debía tenerle paciencia ya que al autor le gustaba jugar con un español verdaderamente complejo y ocasionalmente sofocante”, según sus palabras. Supuse que eso haría que la abandone luego de la primera lectura ya que me había convertido en una persona sumamente ansiosa y carente de paciencia para la lectura de ese tipo de libros. Sin embargo, de algún modo que sólo el libro conoce, me atrajo de tal forma que no había manera de que lo abandone por otros planes. Leer antes y después de trabajar era todo lo que quería. 


“La sombra del viento” era la realidad en la que vivía. 


***

Me estaba ahogando en el libro. Era tal la sensación que sentía la enorme necesidad de buscar al protagonista de aquella novela en mi realidad. Sentía, de algun modo, que debía conocerlo; debía hacerlo pero no en un mundo de hojas de papel y letras grabadas en ellas. Julian Carax estaba rondando por aquella misma ciudad.

En el hostel había un hombre que parecía bastante loco. Siempre tenía la vista perdida en quién-sabe-que. Lo encontraba en todas partes: pasillos, comedor, cocina, recepción. Era esa clase de persona que me transmite algo negativo, algo que no quiero. Era esa clase de persona que prefería no cruzarme.

Cuando abandoné el hostel lo seguí encontrando en todas partes. Yendo al trabajo, al supermercado o al parque. Por alguna razón siempre intente no mirarlo a los ojos.
En ese hombre encontraba a quien personificaba al diablo en aquel libro. 


***

Estaba leyendo en el parque comiendo feijoa, faltaban 10 minutos para que tuviese que ir a trabajar. No sólo no podía despegar los ojos del libro sino que no estaba segura si mi mente era capaz de despegarse de ese mundo para volver a la realidad. Para volver al: “Hello, welcome to Giapo, feel free if you want to taste one or two flavours”. Era una relación causa-efecto: cada hoja del libro que yo giraba buscando ansiosa la continuación en la siguiente significaba una mayor adicción por mi parte por aquella historia. 
De alguna forma sentía que al terminar aquella novela descubriría algo en mi realidad que antes desconocía. Estaba completamente segura que al terminarla podría saber si en aquella historia yo sería Nuria, Penelope o Daniel en versión mujer. 


***


Siento un vacío, siento la desesperación de mis ojos buscando sus páginas y la necesidad de mis manos por sostenerlo. Siento la falta de lo que significa un libro perdido…
Ahi estaba yo, sentada en el banco de un parque a la 1 am pidiendole a mis ojos que por favor lloren. Tenía que expulsar el vacío que me carcomia por dentro.
Aquel Domingo había ido a ese parque cerca de las 2 pm con mi libro, mi pareo y mis ganas de practicar yoga. Tenía bastante tiempo para disfrutar antes de ir a trabajar así que aproveche para relajarme al máximo. 
Casi 12 horas más tarde estaba yo devuelta ahí. Sentada admirando sin respeto alguno aquel lugar que vio desaparecer de mis manos mi libro. Hacia tiempo que no producía a mi misma tanto rechazo.


 ¿Olvidarte un libro en una plaza? ¿En serio?


Una de mis flatmates había ido a chequear horas antes que yo mientras yo intentaba servir helado sin pensar tanto en el tema. Le conté a mis compañeros de trabajo lo que me habia pasado y no sirvió en absoluto de consuelo. 
Ya sabía por ella que no iba a estar ahí. Le pedí perdón cuando volví de trabajar, le expliqué que no era por un asunto de desconfianza pero que iría al parque a chequear por mi cuenta también. Necesitaba, entre toda la tristeza que me producía su ausencia, saber fehacientemente que ya no estaba más ahí, esperándome. 
Me quede un largo rato sentada en el parque. En aquel momento veía aquel sitio de paz como un cementerio. 

El Cementerio de los libros muertos.


***

Desde que estoy en Nueva Zelanda son muchos los ex-chongos o chongos fallidos que me chatean. Uno de ellos -fallido por ser demasiado bueno y dulce- siempre me envía frases o textos que lee y le hacen acordar a mí. Cuando le pregunté por qué tantas cosas le hacían acordar a mí, me contestó que en verdad toda la literatura le hacía acordar a mí. 


Digamos que, de alguna forma, para él, yo soy literatura. 


Me preguntó como andaba "mi situación" acá y le conté que cada vez que intente mostrarme como una psicópata maltrata hombres frente a alguno, ese mismo me termina diciendo que soy la mujer perfecta. Me dijo que eso no importaba porque mi "impronta arrolladora" atrae. ¿A qué quiero llegar contando esto? A algo épico. Fue en ese momento que me recordó que una noche hace ya varios meses y frente a un mensaje recibido por parte de él escrito borracho, le contesté: ¿Por qué no evitas la caída libre de tu dignidad? Ay, sí, ¡qué hiriente pero imaginativa que soy! La cuestión es que meses después admitió que eso fue lo más doloroso que le dijeron en toda su vida pero que así y todo, soy atractiva.

***


Tres días off consecutivos no resultan sanos cuando estás en una ciudad en la cual no tenes familia y, qué vamos a mentir, amigos. Sí, con una mano podría contar algunas personas con las cuales podría pasar el día, está bien. Pero, de todas formas, yo era la única con días off y el mundo seguía trabajando aunque yo no fuese parte del sistema. 
La ausencia de mi libro se estaba haciendo sentir más que nunca. No había razones para ir al parque sino era en su compañía. Las bicicletas que usualmente rentaba para salir a despejarme no estaban disponibles a causa de un evento. Decidí entrar al sitio web de la biblioteca y me sorprendí al leer que tenían disponible la novela. No sería la misma, no sería aquel amigo que tanto estaba extrañando, no; pero, al menos, satisfaría mi enorme deseo por descubrir aquel ansiado final. 

Mi roomate me prestó su credencial de la biblioteca. Caminaba esperanzada hasta el lugar pero no contenta,  no hasta no tenerlo en mis manos nuevamente. En el camino un hombre me preguntó de dónde era. Le dije que adivinara y me contestó que no tenía tiempo porque tenía que cerrar su oficina que, oh casualidad, estaba ubicada en el edificio de enfrente de donde estábamos hablando. Al responderle de dónde era me comentó que necesitaban urgentemente alguien que hable “sudamericano” –según sus palabras- para unos asuntos administrativos de la empresa. Le agradecí pero le comenté que dejaría Auckland en los próximos días porque me había cansado. Le resultó extraño escuchar que alguien se pueda llegar a cansar de Auckland y me invitó a entrar a ver la oficina. Fiel a mi “¿Por qué no?”, apagué el cigarrillo y entramos. La oficina tenía una vista estupenda y el salario del que me hablaba casi triplicaba lo que actualmente ganaba en la heladería. De todos modos, no me demostré interesada ante la cifra y mucho menos ante el ofrecimiento de una posible residencia –meta a la cual la mayoría aspira-. Parecí sorprenderlo bastante y le propuse ayudarlo encontrando alguna otra persona que hable “sudamericano”. Pese que a sí, podría haber sido un intento de violación, secuestro o rapto, no lo fue y acá estoy para contarlo. 

Una vez en la biblioteca pregunté por la sección de libros en español. Me indicaron que frente a la pared roja estaban todos los diferentes idiomas y que podía consultar allí. Mi mirada buscó por aproximadamente unos diez minutos…La sombra del viento…la sombra del viento…y no estaba ahí. Leí las contratapas de algunos otros títulos y, pese a mi rechazo hacia las novelas de gran popularidad mundial, decidí tomar uno de reciente renombre: Cincuenta sombras de Grey. No, no lo tomé por el simple hecho de saber que sería de fácil lectura (ya que si no fuese así, millones de personas no lo hubieran leído); sino porque sabía por anticipado su explícito contenido sexual y me pareció algo interesante. Interesante teniendo en cuenta los bajos niveles de líbido que estaba experimentando últimamente. 

Antes de retirarme con el libro bajo el brazo consulté con el bibliotecario y, después de chequear en su sistema, me comentó que La sombra del viento me estaba esperando en la biblioteca de Ponsonby. Saber que estaba ahí me dio tranquilidad. El final y la verdad sobre Julian Carax llegarían a mí finalmente. 

Compré un chocolate y fui caminando hasta el parque. El chocolate no era más que porque mi período estaba a punto de llegar y algo dulce es absolutamente obligatorio en esos casos. En verdad el chocolate es aceptable tanto para días previos, período-días y días posteriores al mismo. 

Me senté a comenzar a leer el nuevo libro hasta que llegando a la página 33 levanté la mirada y ví dos policías acercándose a mí. Les pregunté con un tono algo burlón y soberbio si podía estar leyendo ahí. (No, Jota, no estás en ninguna dictadura cultural; claro que podes leer ahí). Me afirmaron que sí, desde luego que podía pero que no era la opción más segura. Con mi mejor cara de inocente simule ser desconocedora de aquel hecho y les dije que ya me iría. Me preguntaron de dónde era y les respondí: “Im from Argentina so no worries…I know a lot about dangerous places”.

Levante mi saco del piso, sacudí las hojas que se habían pegado a él y comencé a caminar a casa con la noche ya a cuestas y cientos de hojas esperando por ser devoradas por mis ojos.
Después de leer sin pausas unas dos horas levanté mi querido cuerpo del sillón y me decidí por cocinar algo. Sinceramente no entiendo por qué estando en Auckland cocino y como sin hambre, siendo que en mi ciudad jamás se me hubiera cruzado comer sin tener hambre, sin que el estómago me cruja y me indique que tengo que comer. Después de todo, creo yo, así es como estaba engordando mis kilitos estando acá. Cociné unas papas al horno y un wok de verduras. El calor que emergía del horno no hizo más que obligarme a destapar una rica cerveza fría de la heladera. Ahí fue cuando pensé que realmente podría ser perfecta para casi la mayor parte de los hombres. Apasionada de la cocina, riéndome de mi misma acerca de mi cara post-cortar cebolla, tomando una cerveza del pico y cantando suavemente Carla Morrison.

Sí, sigo buscando mi humildad. Si alguien la encuentra…


Después de cenar, claro, como todos los días, salí a fumar. La carencia de balcón en este departamento me agobia siendo que me demoro unos 5 minutos más en subir y bajar por ascensor desde el piso 10 y ni hablar si pretendo arreglar mi imagen personal para salir a la vereda. Esta vez mucho no lo dude: no lo pensaba hacer. Con un pañuelo amarillo atado en la cabeza con un moño mal-hecho al costado izquierdo, unos shorts pijama y medias blancas salí a la vereda. Mi cara todavía se veía graciosa por cortar cebolla, creo que hasta parecía que había llorado por horas. El acto de pensar en el verbo llorar me trasladó a una canción que comencé a canturrear en voz baja y la canción me traslado a aquella noche en que la nube de el ex desapareció frente a sus consecutivos puñales y frente a la puerta de mi edificio que se cerró tras él. 

 Recordé cuantas lágrimas derramé sobre la alfombra de mi living cuando volví a subir después de abrirle. Recordé el dolor que sentía mientras hablaba por teléfono con L, mi mejor amiga…"Es como si un castillo que con tantas ansias y esmero construiste mentalmente durante años se derrumbara, no podes entender lo que es…Siento como se está derrumbando en este mismo momento”.

Preferí dar por cerrado aquel recuerdo como si fuese simple, como si fuese una puerta que uno en un instante abre por casualidad y luego decide cerrarla. Me acordé de el ex y me pregunté nuevamente como estaría. Me negué a mí misma pensar en él y me recordé que no era la persona que conocía.

 Al subir, después de terminar lo que sería mí último cigarrillo del día, me tocó compartir el ascensor con un chico que, para mi sorpresa, me miraba. Lo sorprendí mirando el pañuelo atado a mi pelo y le pregunté si parecía una loca. Me dijo que no y me señalo “algo blanco” que tenía en el cachete, momento en que recordé que tenía la cara llena de crema para granos. Por alguna razón extraña que desconozco –e incluso podría creer que él mismo desconoce-, me dijo que parecía una actriz. Realmente no sé qué tipo de película de bajo presupuesto suele ver este chico. Le pregunté si había visto Bridget Jones y, ante su negativa, le aconseje verla y le dije que se iba a acordar de mi aspecto al verla. Resulto ser de Brasil así que entre buenas noches y boa noite, bajo en su piso para yo continuar al mío.

Capitulo VI

El “ya no quiero a Auckland” se transformó repentinamente en un enorme y temible “Odio Auckland”. Creo que lo que hizo que explotara ese odio, bueno, cuasi-rechazo, fue el hecho de que de repente invadiera un frío que te penetra las venas. 
Se dice por ahí que el clima acá es sumamente similar al clima en mi ciudad. Sí, a ver, queridos, perdón pero en mi ciudad no es común que el frío invada bruscamente obligando a tu mente a pensar en invierno, en ráfagas y en grises. 

Me sentí ofendida por Auckland. Me sentí más bien traicionada.
Nadie aviso pero, así y todo: el frío llegó. 


***

Ay…definitivamente hay situaciones que nunca creí que me emocionarían tanto. La sensación de entrar al almacén árabe de la calle Hobson y ver yerba ahí, reposando en la góndola, es totalmente placentera. Me quedé mirando la variedad que había; comparé los precios entre todas…Había cuatro marcas distintas para elegir y las cuatro costaban lo mismo. Tomé un paquete y compré también una samosa vegetariana que, recalentada en el microondas al llegar al hostel, dejo mucho que desear.


Pero después de todo, tenía mi yerba…


***


Yo no sé si a alguno le pasara. Realmente considero que a pesar de los billones de personas que habitan este mundo, hay pensamientos que uno no comparte con nadie. A veces me gustaría saber cuántas personas piensan las mismas cosas que yo -si es que las hay, claro-. Y, por favor, en el caso de que encuentren a esas personas: no, no las quiero conocer. Sólo me gustaría saber si están cuerdas, si tienen desequilibrios mentales o si están en rehabilitación en algún centro lejos de la ciudad.
La cuestión que asaltaba mi mente mientras mi cuerpo reposaba bajo el rayo del sol en la playa era la siguiente: siento que de alguna forma recargo energías mediante el sol. Sí, como si yo funcionase a energía solar. Y el ambiente que me es necesario para ser capaz de absorber esa energía es la playa y sus elementos: la arena, el mar, los sonidos, los contrastes…

Realmente si no es por eso, no sé a qué se debe mi adicción a la playa.


***

En el hostel tengo un casillero con mi comida. El casillero me costó horrores conseguirlo ya que nunca jamás uno se desocupaba.  Aquella vez en que C –chileno- vino a visitarme de sorpresa, se alojó en este mismo hostel y una vez en el comedor descubrí que él tenía un casillero. Sí, sólo estuvo un día y ya tenía un casillero. Honestamente no sólo espere a que se vaya porque mi paz mental no soportaba más el peso de un hombre a cuestas, sino que también porque quería su casillero. 

Sí, así fue como lo obtuve. Acomodé mis cosas incluso antes de que él se fuera evitando así que otro lo tome. 

Hace unos días aparecieron productos en mi casillero que no me pertenecen. Sí, cualquiera se podría contentar con eso; no yo. Los productos no eran más que un paquete de salamín, otro de pan blanco y un enorme queso. Un enorme queso en un sitio donde no hay refrigeración alguna. 
Acomodé producto por producto uno encima del otro con una distancia suficiente de Mis productos para que no surja entre ellos una oportunidad de roce. Cada mañana que voy a desayunar chequeo y sí: siguen ahí. Sinceramente me da miedo tirarlos por temor de que en venganza me tiren los míos.

Paciencia y tolerancia, sólo me queda 1 hostel-día.

***

Estaba en un parque que, casualmente, hace un año había cumplido cien años. Estaba en un parque de ciento y un años. Estaba en un parque que si me hubieran preguntado hubiera creído que era más joven que yo; era un lugar que inspiraba belleza, alegría…un lugar que inspiraba más vida que cualquier ser recién nacido. 

Aquel mix de árboles, arbustos, bancos de plaza y aroma a hierba mojada había pasado por de todo y a su vez parecía haber pasado por nada. Aquel parque me enseñaba que se podía. Estando ahí mismo, sentada solitaria en uno de los bancos, lo reconocí: no era Auckland que me ahogaba, tampoco lo era aquel hostel del cual ya había logrado escaparme. Muchos menos era el trabajo o la soledad en sí, cuestiones que ya había experimentado y familiarizado en otras épocas de mi vida. 

Era yo la que me ahogaba. Yo había elegido inconscientemente Auckland para ahogarme. 
Tenía una obsesión sintética. Una obsesión que, como muchas otras, no me conducía a nada. 


***


Mientras disfrutaba uno de mis primeros desayunos en paz en aquel nuevo departamento que me alojaría por todo un mes, decidí hacer algo que, sin lugar a dudas, sofocaría mi paz y dejaría aquel desayuno inmóvil en el medio de mi garganta. Agarré la computadora y, entre mate y mate, busqué las posibles consecuencias de aquella obsesión. Buscaba, en verdad, cual sería el lugar a donde llegaría si seguía bajo su dominio. 

Psicosis, depresión, ataques de pánico, temblores, pérdida de memoria. El umbral al infierno se titulaba aquel artículo que parecía contarme particularmente a mí las razones que tenía para detenerme, para decir basta. 

Así y todo, como cada día libre que tenía, tomé mi bolso y una gran botella de agua y me fui a la playa. Me deje llevar por aquel pensamiento de que la realidad sin algo que la inspire es aburrida y con un solo movimiento de mi mano sobre el encendedor prendí la llama de aquella obsesión. Parecía que algo más faltaba para que ese umbral al infierno realmente me asustara. 

Me dispuse, sólo por aburrimiento, a escuchar diferentes audios que grabo cuando la necesidad de plasmar pensamientos choca con la falta de una hoja y algo para escribir. No terminé de escuchar todos ellos; mis ideas me parecían escalofriantes. Me estremecía no diferenciar si mis ideas podrían ser comunes en el resto de las personas o no. Me encontré, por primera vez, temiendo por una posible y real locura en mí.
Sólo una cosa se me ocurrió grabar en aquel momento a fin de no olvidarlo: un título. Un título que podría encabezar mi vida por aquellos tiempos: Camino a la psicosis.

***


Estando en la playa nuevamente –para variar-, se me acerca un perro. Lo sigo fijamente con la mirada a fines de saber si me quería saltar, lamer o qué y se me cruzó por la mente pensar que quizás la dueña, que miraba desde lejos, pensaría que por mi modo de mirarlo no me producen mucha simpatía los perros.
Señora, si miro a su perro fijamente es por el deseo desesperado e inconcluso de tener uno al cual cuidar.

Para que se dé una idea,  es más grande el deseo de un perro que de un novio a mi lado.

***


Estaba en una especie de bahia, un lugar que adoro por no ser conocida por casi nadie. Minutos después de instalarme en la arena, me armo un cigarrillo y me doy cuenta de que me falta algo. Para ser más específica, sufría la carencia de algo básico y sumamente necesario: un encendedor. Miro a mi alrededor y me doy cuenta que lo mismo que amaba de aquel sitio era lo mismo que odiaba en aquel momento:  la "no-gente". 


A veces parece necesaria la gente...Ojo,parece.


***


Último día de marzo. Ya paso todo un verano y me encuentro con un otoño ajeno; un otoño en otra ciudad. Un otoño que no era tan otoño si no me lo pasaba en mi departamento sacando de las bolsas los abrigos y los sweaters de las bolsas que armaba cuando comenzaba la primavera.

Capitulo V

El hecho de que una persona deje de escribir cuando es esta una actividad usual en ella merece preocupación ¿Por parte de quién? De quien escribe, claro. Deje de escribir después de haber tenido una cita con el ex en mi departamento, haber fracasado en la cama y pelear a los gritos en el living. Aquella noche, cuando le baje a abrir, ya ambos sin ninguna palabra que decir, cerré su capítulo sin-ganas-de-transcribirlo-acá. La nube de ideas, ilusiones e idealizaciones llamada el ex se había desvanecido instantáneamente desalojando mi mente y dejándola vacía, casi irreconocible. Después de aquella noche me costó tiempo mirar las nubes en el cielo sin desdeñarlas un poco. 

No supe por qué decidí en el instante en que lo hice llamar ¨segundas entregas¨ a esto que continua acá. Quizás. Sólo quizás, porque estoy a 10563 kilómetros de distancia de aquella ciudad que me sirvió de escenario para las primeras. Aquella ciudad por la cual sin darme cuenta comenzaba a sentir cierta nostalgia.

Hay algo que siempre estuvo muy presente en mí y perdón si ofendo a los patriotas con ello. Habrá sido por los numerosos viajes a USA, las idas en familia a las paradisíacas playas del Caribe o los aires de progreso social que veía en todo aquel destino de vacaciones que jamás, pero jamás, encontré en mí cariño por mi ciudad. Muchos menos, claro está, por el país. Nunca me gustó nada de Argentina y sólo tenía una idea que me salvaría de eso: irme. Este no-sentimiento patriótico que me caracterizó durante la mayor parte de mi vida es lo que precisamente está chocando con la nostalgia que hoy siento al recordar aquella pequeña ciudad de la Costa Atlántica: La Feliz.


En verdad, este era sólo uno de los conflictos que estaban chocando como en una batalla dentro de mí. 


***


“¿Y cómo es eso de encontrarte con vos misma?” “¿Why are you sitting here by yourself?”. Esas eran las dos preguntas que estaban resonando en mi mente como una música extraña que proviene de una radio que no podía apagar. Ambas preguntas se encontraban en la respuesta como dos desconocidos se encuentran en una esquina o como dos líneas perpendiculares se encuentran en un ángulo. 

Una de mis primeras noches en Auckland conocí un chico de Chile, “C”. Bailamos eufóricamente toda la noche e innovamos como hace mucho no hacía en la cama. Había diversión, buen sexo y un moño atado a su espalda; sólo que en mí no había predisposición al compromiso, a la relación ni al mensajito cursi. Para ser honesta, en mí no había nada más que una mínima necesidad de cariño causada únicamente por la lejanía, la distancia. Digamos que, de algún modo, me acurrucaba en su pecho y me acordaba de mi mamá. 

 El fue, precisamente, quien  hizo aquella primera pregunta un mediodía sentados en un parque. Después de aquellas salvajes citas sexuales, C viajo a un pueblo no muy lejos de Auckland por la única razón de que su amigo estaba encaprichado como un niño de que quería trabajar en un campo de manzanas. C se fue y dejó de ser una fuente de cariño ya que si lo que pretendía ser era una fuente de cariño online, estaba muy equivocado. C se había convertido después de unas semanas en un estorbo al cual sino le respondía los mensajes, me llamaba. Se preocupaba por mí, sí, lo apreciaba, pero no me servía. Después de varias semanas de partir llegó sorpresivamente a Auckland a visitarme. Para ser más precisa, llego sorpresivamente a la heladería donde trabajo a visitarme. Se rió un largo rato de mi shock face mientras intentaba dilucidar si realmente era él y se fue diciéndome que me iría a buscar cuando salga. 

Y sí, salí y estaba ahí, sentado en un banco, alegando haber estado ahí hace más de media hora. Pero no, no a modo de reproche en lo absoluto, sino orgulloso de si mismo por haber esperado media hora por mí. 

Ese fin de semana que estuvo acá soporté el fuerte deseo de preguntarle a gritos qué es eso de irrumpir en mi ciudad, en mi rutina y en mi hostel. Tenía que demostrarme un poco agradecida o emocionada por la sorpresa. Eso es lo socialmente aceptable. 
Pese a que soporte las ganas de ser tan poco delicadamente directa, le dije algo así como que no tenía espacio en mi mente para pensar en él ni en nadie. Tenía mi mente al 100% dedicada a la difícil tarea de reencontrarme conmigo misma en un espacio completamente nuevo, en una zona que sin dudarlo no era mi “zona de confort”.  

La segunda pregunta fue hecha por un típico estereotipo de linyera: botella en mano, ropa zaparrastrosa y pasos en zig-zag a fin de mantener la estabilidad al caminar. Era madrugada, yo estaba sentada afuera del hostel fumando lo que yo llamaba un “mix relajante”: algo que me producía lo necesario como para que mi mente salga volando por un rato. 
Le contesté que lo necesitaba y que me gustaba estar sola. Yo creo que fue su terrible borrachera mezclada con su incapacidad para comprenderme que hizo que se fuera. 

***


Después de dos meses de estar acá veo una persona fumando adentro de un auto. La veo desde el bus en donde estoy sentada que se detuvo porque el semáforo estaba en rojo
Los semáforos acá son eternos asi que te dan tiempo a ser muy observador. 
 Miro fijo a la persona, intento descifrar según el movimiento de sus labios si habla español. Porque claro, quizás habla español y es argentina y por eso fuma adentro de un auto. Acá no se ven esas cosas. 


***


Auckland es la ciudad en la cual nunca se van a acumular las hojas de los árboles en las veredas como sucede en mi querida ciudad (sí, ahora la digo querida; sí, es verdad que la empecé a querer).
El proceso de limpieza de espacios públicos que tienen acá es tan eficaz y eficiente que me irrita. 


***



15 de Febrero, sábado. El tiempo paso volando -o volando paso el tiempo- desde que vivo en esta querida ciudad llamada Auckland. Después de haber trabajado más de 13 horas no hace mucha falta decir que volví al hostel con la energía mínima y necesaria para subir por la escalerita a la cucheta donde duermo. 
Siempre me tocan las camas de arriba en las cuchetas. La gente debería comprender que soy un tanto discapacitada para subir esas escaleritas malditas.
Calcular las “horas de sueño” es uno de los vicios que no puedo despegar de mi mente. 2 am, me despierto a las 8; 6 horas de sueño. Y esas 6 horas de sueño las duermo con mal humor sabiendo que son y serán sólo 6 horas de sueño. Bah, que digo, eso era lo de menos; lo peor es saber que uno tiene que despertar para trabajar. Sí, devuelta. Después de todo, esa era la rutina horrorosa que estaba soportando hace ya 3 semanas. Aprovechaba los francos para recargarme de energía en la playa porque, de otra manera...me cortaría las venas con una pincita de depilar.  

***

No existe día en que yo vaya a la playa y un kiwi (entiéndase: persona nacida en Nueva Zelanda) no se acerque a mí intentando entablar una conversación a partir de preguntas tales como si tengo un encendedor, de dónde soy o por qué estoy sola en la playa. Aquel lugar es el único en donde me resulta no-tan-difícil encontrarme: cierro los ojos, escucho las olas, fumo un cigarrillo, me meto al mar, como una manzana…Sí, exactamente la misma rutina playera que llevaba a cabo durante aquellas tardes primaverales en mi ciudad. En verdad, casi la misma teniendo en cuenta que no tengo mi bicicleta para ir y venir y tengo que hacerlo mediante un bus repleto de chinos y japoneses turistas. 

Volviendo al molesto asunto del imán en el que me convierto cuando estoy en la playa, hay algo que merece un análisis: los kiwis son una clase de hombres bastante particular. Para ser más específica, los kiwis son particularmente conocidos porque no te van a hablar, no van a mirarte a los ojos ni te van a sacar a bailar en un bar. Así son y, para ser sincera, me había acostumbrado a que así sea. Desde luego que hay varios que están más buenos que una milanesa de soja (como las exxxtraño) pero mi orgullo femenino es mucho más fuerte que una cara bonita. 

La cuestión que acá me somete es que los kiwis a mí me hablan; me hablan cuando estoy sola en la playa y generalmente toman su toallón playero, su mochila y se acercan “disimuladamente” para instalarse a mi lado. Sí, lo hacen… ¡y vieran qué decididos!
Lo hacen sin saber que esas pocas horas en la playa constituyen el único momento de la semana en el que me encuentro conmigo misma. 

***

Recordatorio: el peor día de este viaje. Estaba sentada afuera fumando en la vereda unos minutos atrás. Se acerca una pareja y me dice "fumar es malo". Los miro fijo, intentando hacer un esfuerzo a través de la memoria para recordar de dónde los conocía. Mi memoria es lamentable y en días malos se transforma en patética. "Fuimos a la heladería donde trabajas hace unas semanas". Porque claro, yo no tengo asuntos importantes en que pensar como para recordar a aquella pareja mexicana que estuvo parada  7 minutos mirándome a mí y al helado, al helado y a mí. "Fumar es malo pero en días malos deja de serlo" le conteste.
 Si hubieran demostrado un poco de interés en los problemas que me acaecían quizás la escena que se hubiera desarrollado sería algo así como yo, haciendo catarsis y llorisqueando; ellos intentando consolarme y dándome palmaditas de apoyo en el hombro. 

No sé por qué la gente da ese tipo de palmaditas. No sirven para nada. 

La verdad era que había llegado a esa situación crítica en la que las lágrimas se pueden escapar en cualquier momento y los criterios sobre con quién hacer catarsis desaparecen. Necesitaba a alguien urgente. Alguien con quien haya pasado más de 7 minutos teniendo una charla estereotipo sobre sabores de helado. 

La urgencia de producir una catarsis radicaba principalmente en que aquella mañana desperté sin saber dónde iba a dormir en la noche. Fue una sensación de vacío: esa cama era sólo de paso al igual que esos compañeros de cuarto y nuevamente debería cerrar las valijas y cargarlas de acá para allá como si fuesen dos órganos más de mi cuerpo. Hoy se me cruzo por la mente regalar el 80% del contenido de mis valijas para estar más aliviada. Me irrita ver que traje tantas cosas innecesarias pero tampoco estoy muy segura si son realmente esas valijas las que tanto me cargan. 


Hay otro equipaje en mí; hay una mochila abstracta de contenido aún no identificado amarrada a mis espaldas que pesa más que mi propio cuerpo y no encuentro la manera de alivianarla.

***


Y de pronto me encontraba ante la segunda pesadilla en menos de 5 días, ante la taquicardia de no poder llorar, ante la desesperación de querer llorar y no poder hacerlo, ante la patética situación de sentirme agradecida por disfrutar tan sólo unos minutos de soledad en una habitación compartida con 7 personas más. Me encontraba ahogada por una ciudad que ya no quiero, una ciudad que sí, alguna vez quise. 

 Me encontraba diciéndole a mi familia sin balbuceos que no encontraba la felicidad acá

***

Salimos de trabajar cerca de la medianoche. Trabajo con un kiwi hiper-gay que sabe todas las coreografías de Lady Gaga y se disfraza de ella los fines de semana y una chica de Vietnam con la cual se podría decir que entable una buena amistad. Antes de partir cada una para su casa me pregunto si tenía unos minutos para hablar asi que nos sentamos en el parque de la esquina. Por lo general la situación de “consejera amorosa” me otorga un rol firme y definido, un rol que  no me da miedo aceptar. Sin embargo, no estoy segura hasta que punto fue minorizado el desamor que ella sufría por aquel turco desdeñable teniendo en cuenta que la traducción de mis estereotipados consejos/frases pre-hechas fue improvisada y, por seguro, no muy exacta.  “The time is not a doctor…You should give time to the time”.

Realmente me sentí un poco inútil, sí…Parece que esa clase de personas que demanda consejos para que entren lentamente por uno de sus oídos y salga rápidamente por el otro no sólo nace en Argentina.  

Finalizando la conversación y siguiendo el camino hacia la comodidad de mi cama, un chico me sorprende por la calle pidiéndome por favor mi celular para hacer un llamado. Temblaba. Sus manos sangraban. Le dije que no se preocupara, se lo iba a prestar, pero que por favor se sentara y se calmara. Le pregunté que le había pasado y había sido algo así como una de esas peleas en la calle en las cuales el que no tiene nada que ver siempre se ve involucrado de algún modo. Ese había sido él. 
Esa noche me sentí útil, después de mucho tiempo de no hacerlo. 


Creo que al no tener amigos ni familia cerca uno se vuelve indispensable para casi nadie.

***


Sentada en lo que sería el puerto de la ciudad o, mejor dicho “Waterfront” or “Viaduct” y comiendo un vegetarian kebab, me pregunto a mí misma por qué nunca lo probé antes. Dos meses habían transcurrido desde que me encontraba en esa ciudad y, para ser sincera, jamás me atreví a entrar a aquel lugar. Después de todo, las esperanzas de que existan opciones vegetarianas en el menú de un sitio de donde cuelgan y ruedan grandes piezas de carnes animales, son mínimas.  

Acúsenme de exagerada, pero hasta me produjo asco tan sólo escribir sobre ello.
Después de más de diez horas sin comer por una profunda depresión que no me permitió cocinar ni mucho menos salir de la cama, ese acto alimenticio era sin lugar a dudas lo mejor que me podía estar pasando. 

Ah, y…necesitaba hacer “eso” y a falta de uno de esos lugares en donde usualmente uno lo hace…hice pis atrás de una pared. Esa es la clase de momentos en que uno agradece a los kiwis por irse a dormir tan temprano y dejar la ciudad para uno solo. 

Y para hacer pis sin público, también.